Mis palabras no llegarán a sus oídos; tal vez serán leídas por otros y silenciadas entre las estanterías de una biblioteca, pero difícilmente podrá escucharlas.
Seguramente no me recuerda, ¿por qué habría de hacerlo?, hace tiempo le entregué un pequeño folleto con mis poemas, usted lo guardó dentro de una bolsa plástica y me dijo que llevaba prisa y que después vería de qué se trataban. Me dejó diez años esperando. Ahora, de nuevo frente a usted, estoy seguro que tampoco logrará reconocerme. Soy uno de los miles de seres que ve caminar apresuradamente por las calles del Centro; otro ser anodino que al verla, baja la vista y sigue de largo.
Hace unos días la encontré sentada al lado de la fuente de la Plaza Central. Metía la mano en el agua. Su maletín estaba tirado en el suelo y sus cosas rodaban por todos lados. Me acerqué para recogerle los lapiceros y separadores, y al entregárselos ni siquiera me hizo caso, simplemente seguía viendo el reflejo de su mano en la fuente. En otras ocasiones la veo caminando por la Sexta Avenida o parada frente a la vitrina de algún almacén, inmediatamente viene un recuerdo de infancia, la vez que se acercó a mi madre para venderle una pequeña loción, y mi mamá después de comprarla me explicó quién era usted. Pasarían varios años para descubrirla en un libro, Torres y Tatuajes, para leer sus palabras y entender de qué se trataba eso de ser poeta.
Ha tomado esta ciudad como todas las cosas: su luz mostaza, su ruina, esa mercenaria sobrevivencia de quienes la transitamos y la vivimos. Ha logrado precisarla, cartografiar con ella su geografía interior. Y le devuelve palabras. Le arroja sus dedos para que no los congele el desencanto o el ruido; usted mejor que nadie sabe que para escribir en Guatemala se necesita demasiada vocación. Voluntad o masoquismo. De eso que al leerla uno se encuentre una y mil veces con versos deshechos, con líneas dispares entre murmullos, dobleces de hastío o de ira deslindando en la soledad o la ternura. Coincide en los lugares de esa ciudad secreta, esa que cada día se nos construye adentro; donde afluyen figuras del pasado, espectros que vuelven luego de deambular sin tiempo, de trepar durante años entre los edificios y pedir asilo en los letreros luminosos. Cada transeúnte que la encuentra a su paso vuelve hacia usted. Cada biógrafo suyo evade verbos y enumera adjetivos: talentosa, sufrida, arrogante o —llanamente— loca; la dejaron suspendida en la mujer de hace cuarenta años, la niña genio que saludó León Felipe, la estudiante de letras. Poco sabemos qué pasa ahora, sólo alcanzamos a verla deambular.
La voz de un poeta que camina; que nunca se le ve arrellanando un sofá y aporreando profesionalmente una computadora, se convierte en un registro de la voz de todos.
javier payeras, escritor guatemalteco.